martes, noviembre 02, 2010

El sol que viene de fuera


Es ahora, a las ocho de la tarde cuando, por fin, descubro con gran alegría el olor del negro que vino a cambiar la caja del cable. Era un intenso olor a coco, adornado quizás por la base impuesta de la marca del perfume o de la crema. Ese olor a coco estalló en mi nariz a las diez de esta mañana, cuando el negro tomó por asalto mi apartamento. Yo estaba en pijama, él en mono azul. Fue de espaldas cuando lo vi por primera vez porque Frank le abrió la puerta. El negro atravesó el pasillo con aire marcial y al salir yo de la habitación me lo encontré caminando de espaldas, sin dejar de caminar hacia el objetivo de su obsesión: la cajita de la televisión. El hombre parecía uno de esos juguetes a los que damos cuerda y no se detienen hasta que se le agota. No importa con quién se encuentre ni con qué se tope. Y si se topara con algo más consistente y compacto con él seguiría moviendo por lo menos las patitas, quién sabe si hasta derrumbar el obstáculo que le impidiera llegar hasta la caja del televisor. El seguía con su trabajo, sin decir nada. Se limitaba a leer en las entrañas traseras del aparato, interpretando las posibles enfermedades que podía padecer. Luego, como el médico que pregunta al familiar más a mano acerca de la paciente después de haberle tomado la temperatura, me pregunta qué era lo que le sucedía. Le respondí, sin dejar de colgarme en su mirada y acto seguido procedió a ejecutar el remedio al pronóstico que se dió a sí mismo por lo bajo.

Me senté en el sofá como si el destino me hubiera preparado una sesión especial de puerta a puerta. Examiné todos los rincones de su cuerpo y los pliegues de su uniforme azul. Al moverse, como si levantara los frescos vientos de la selva cocotera que lo había criado celosamente bajo la tutela de la madre naturaleza y la sabiduría del mar, me traía los rercuerdos de todos aquellos lugares del Caribe por los que más tarde pasaría pero que entonces sólo conocía en fotos y a los que a gusto regresaría en su compañía para que me relatara en suaves susurros o entre besos y estertores de placer, todo su pasado, sus planes conmigo o el próximo lugar rocoso adonde me llevaría para hacer de nuevo el amor.
Ha habido un instante mágico en el que él, consciente de mis pensamientos, me ha dirigido la mirada sin dejar de componer su sinfonía en un aparato que medía la capacidad de recepción a través de agujas y una antena muy graciosa. Yo sabía que apenas disponía de tiempo para digerir sus inmensos músculos y su tamaño de cíclope adaptado a la vida moderna, así que me he apresurado a hacerle revivir en todos mis momentos con el fin de conocer la felicidad que pudiera serme dada en caso de que en un acceso de inconsciencia o fábula mitológica se hubiera acercado a mí, dejando atrás los instrumentos de su arte para declararme su amor, devoción y admiración. Me lo he imaginado junto a mí en el colchón del suelo donde duermo. He intentado digerirle en todas las rutinas de un día qu ese convertía en motivos emocionales. En su coche dándome la mano antes del cambio de semáforo, en su pecho constantemente y con la insistencia del que quiere penetrar más allá de su piel y encontrarse de pronto en el interior de todo aquel paraje de amor vedado.

Una vez ha instalado la caja me ha entregado el mando a distancia con tal delicadeza que tal parecía que me entregaba con él toda su vida. Esta vez la escena me ha venido tan lentamente que he tenido tiempo para visualizar en su mano las maravillas de su mundo y planear tocarlas. He logrado tocarle la carne de su dedo, tacto que a él se le habrá hecho invisible pero que para mí ha sido como haber tomado contacto carnal con un monarca. Inevitablemente, he caído en las redes del amor de nuevo, en las redes de un amor que no volveré a ver a no ser que se reencarne en otra aparición. Y de todas las apariciones fugaces que he tenido en los últimos años, ésta ha sido la que más ha permanecido a mi lado.

Le he acompañado a través del pasillo dándole las gracias. Gracias que incluían las de haber arreglado el televisor pero que escondían agradecimientos mucho mayores a esos. En la puerta me ha dicho uqe si la caja seguía sin funcionar tendría que volver a contactar con la compañía porque sería cosa de la instalación del cable pero que eso pertenecía a otro departamento. Quién sabe si al decirme que ese otro problema que pudiera desatarse era competencia de otro departamento se estaba despidiendo para siempre. Ha sido más que un "pero eso ya pertenece a otro departamento" un "pero ya no volveremos a vernos". Pero me sacó de la tristeza el viaje sentimental que me procuró el descubrir que, debajo del mono, llevaba una camiseta de azul eléctrico. La camiseta, al no ser parte del uniforme, le dio una dimensión humana nueva. Más allá incluso de la personalidad del empleado de la Warner Time Cable había un residente del Bronx, un hombre que sentía, que habría amado, que deseaba otros cuerpos y que quizás había llorado.

Es ahora, a las ocho de la tarde, más de nueve horas después de su marcha, cuando sigo pensando en el porqué me ha dejado el hueco exacto de su cuerpo, en el porqué no puedo mirar la caja nueva sin que me aparezcan sus dedos y con ellos las manos que usa para acariciar todo aquello que ama, las manos que utiliza para procurarse el placer cuando se encuentra solo, las manos que han sido ventanas hacia su intimidad y que a su vez yo he tocado de un modo parcial pero que gracias al poder de mi imaginación y a la fuerza de mi insistencia, he logrado atravesar para llegar hasta lo más profundo del sentimiento. No sé con quién se encontrará ahora ni a qué personas ama o se somete, de él sólo me ha quedado la certeza de que existe, de que es un contemporáneo mío y no alguien de otra época que existe únicamente en fotografias o grabados. Hoy he conocido y me he separado del amor así como del sentido de toda una vida.

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