martes, noviembre 02, 2010

La maravillosa desolacion de unas ruinas


Hay libros que me han dejado muchas fotografías a las que acudo para refugiarme de algo que estoy viendo y no me gusta. Uno de ellos fue un libro de Heinrich Böll que data del final de la Guerra Mundial, cuando Alemania se quedó en ruinas, arrasada por las bombas enemigas y sumida en la humillación de la derrota (si es que no vencer humilla). Los personajes de la novela salían de los escombros, lo habían perdido absolutamente todo, eso ni que decir tiene. Unos vivían con otros sin tener la noción de propiedad privada que tanto aisla, compartían sus colchones, buscaban comida de donde fuera, intercambiaban cosas por cigarrillos. Me resultaba entrañable que la mujer que había dado cobijo al personaje principal en lo que quedaba de su casa se presentara tiempo después una mañana en casa de él con un par de cigarrillos que había conseguido en algún lugar.

Algo así viví el día del apagón en Nueva York la semana pasada. Pude ver cómo sería el preludio de una catástrofe, cómo sería la relación entre las personas, cómo crecería nuestro diálogo, cómo mermarían nuestras hasta ahora diferencias. Estuve hablando con un hombre hermoso que estaba en el interior de su coche, disfrutando del aire acondicionado ya que la gente tenía mucho calor. De no ser por el apagón, este hombre inaccesible no me hubiera dirigido jamás la palabra porque la luz, la electricidad y la tecnología que hemos desarrollado ha separado nuestras humanidades. Sin embargo, en una situación de emergencia, en un supuesto ataque enemigo, él y yo teníamos en común lo más grande que pueden tener dos personas en este planeta: ser humanos. Cuando cayó la noche yo ya me había despedido de él y me encontraba aquí con Frank y Elías en la cocina de casa rodeados de pequeñas velas. Quise salir a la calle de nuevo y buscar a ese hombre. Cuando hablé con él me informó que su casa, frente a la cual nos encontrábamos y que está en esta misma manzana, tenía cuatro cuartos de dormir. Pensé que podría haber sido una invitación, que en cualquier momento me podría haber dicho: "Ven, vamos, si quieres te la enseño. Todavía se conservarán los últimos cubitos de hielo del congelador, podemos tomarnos algo fresco" Una vez allí, bajo las mortecinas (aunque llenas de vida) llamas de decenas de velas repartidas por toda la casa, iríamos sufriendo un calor cada vez más intenso. Me preguntaría si me importaría que se pusiera más ligero de ropa hasta que lograse actuar con tanta comodidad frente a mi mirada que se paseara frente a ella en calzoncillos. La situación se iría agravando, quizás el país cayera en un estado de alarma, de pánico generalizado y eso me acercaría todavía más a él. Los dos, totalmente abatidos por el terror haríamos el amor como si fuera la última vez. Todos esos pensamientos me sacaron a la calle donde le busqué entre la casi total oscuridad. La gente seguía reunida frente a sus edificios, hablando. A veces parecían voces que venían del más allá, ya que la vista no podía reconocer sus cuerpos. Caminaba mientras me fijaba en las ventanas cuyo interior me ofrecían tristes velas plañideras. Llegué a la que parecía ser la suya y, aunque podía ver el interior no acertaba a verle a él. Cuando ya desistía me pareció ver una sombra que asomó desde una de las ventanas pero al acercarme se desvaneció como una ilusión de agua en el desierto. Regresé a casa sorteando los obstáculos de la calle con sus voces misteriosas y me fui hasta la Avenida Roosevelt, a Friends. Si no lograba encontrar a ese hombre tenía que, por lo menos, encontrar a alguien parecido.

El bar, para mi sorpresa, estaba abierto. A lo largo de toda la barra habían puesto velas y la gente bebía y hablaba. Esta vez no había música de fondo y casi se podían escuchar las intenciones y los pensamientos. Había un puertorriqueño de pie con un vaso en la mano. Llevaba unos pantalones de chándal y parecía que no llevaba ropa interior porque su miembro despuntaba alegre entre sus piernas. Me sonrió y me dirigí hacia él. Empezó a hacerme las típicas preguntas que se hacen cuando hay luz y música pero le interrumpí para proponerle que salieramos. Me preguntó para qué quería que salieramos. Esa sería probablemente la única vez en nuestra vida que veríamos la ciudad totalmente apagada, sin cámaras, sin focos en los rincones de la calle. Le dije que la calle era nuestra y que íbamos a salir a la calle simplemente a follar. Le encantó la idea. Se dio cuenta de que no teníamos tiempo de hacernos los estrechos. Los dos queríamos salir, desnudarnos en medio de la calle, sentir nuestros cuerpos desnudos y tener un orgasmo en la calle setenta y cuatro. Al terminar me acompañó como pudo en coche hasta la entrada de mi edificio. Me dio su número de teléfono y como no tenía un bolígrafo lo apunté con una llave en el paquete de cigarrillos. No importa, no le volví a ver nunca más.

Frank seguía en la cocina y Elías escuchaba desde la cama una radio antigua a pilas que transmitía las novedades del apagón. Nada, todavía no habían dado la luz en ningún estado del este del país y probablemente pasaríamos toda la noche sin ella. Me metí en la cama y a eso de las dos de la madrugada unos nudillos picaron a la puerta, sigilosos y tímidos. Pensamos que serían los nudillos de algún vecino o alguien pidiendo ayuda pero no, era Reginaldo, al que yo creía en el interior del metro porque cuando se dió el apagón él estaba a punto de venir hasta aquí con el coche, conduciendo por carreteras y autopistas apagadas para estar conmigo. Me alegró mucho verle y sentí la pena de aquellas personas que en situaciones de guerra tienen a seres queridos en paraderos desconocidos.

Reginaldo y yo nos metimos en la cama situada bajo la ventana que da a la Avenida 35, en cuya repisa yo había colocado una inmensa vela de color blanco con incrustaciones de hojas perfumadas. La vela se encontraba en su fase final, con la mecha encendida levemente en su base por lo que las hojas incrustadas se ofrecían nítidas en la pantalla blanca de la cera, dándonos ese aspecto tierno de sobrevivientes de una catástrofe, de escondite de polizonte mientras las patrullas invasoras recorrían las calles en busca de algún que otro insurgente. Reginaldo ya dormía pero yo necesitaba seguir despierto. Necesitaba absorber la fotografía en la que me encontraba inmerso. La avenida estaba ya desierta. De vez en cuando pasaba la luz ambulante de un transeúnte surcando su camino, sin prisas y en silencio. En una de las ventanas del edificio de enfrente se escuchaban tangos de una antigua radio rescatada de los armarios. Nunca me olvidaré de esos tangos, de esa melodía que nos ofrecía algo parecido al antiguo gramófono. Nunca me olvidaré de esas letras entrañables bañadas de melancolía y tristeza que salían de una ventana anónima para aterrizar en mi vela, mi ventana y mi mirada bañada de una intensa despedida.

En todos esos momentos, poco importaban todos los intereses y características que nos separaban o unían los unos a los otros. Ya no era, ni siquiera, necesario querer escribir, filmar o contar cosas. A mí ya tampoco me separaba nada de los demás. Ahora se trataba de algo tan básico como sobrevivir y quererse, compartir con los demás, conocidos o desconocidos esa alegría que tanto se da en los escenarios de desgracia y que tuve la suerte de vivir.

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