miércoles, noviembre 03, 2010

Viva Las Vegas


El viento tórrido del desierto. El paseo del downtown bajo una lluvia de vapor de agua fría. Las parejas del paseo (todos los paseos tienen parejas, si yo tuviera pareja no caminaría por un paseo porque puedo estar yo mirando). Casinos, el ticli ticli de las máquinas, el ring de las máquinas, el cling de las monedas, voces compactas al fondo, los urinarios y dos hombres con grandes penes que hablan, que hablan rápido. El pollo de un fast food, la cajera del fast food, el lavabo del fast food que se abre introduciendo una moneda de veinticinco centavos. Donde están los bares. Queremos ir a los bares. Lucina está extasiada de un casino a otro; está extasiada con la réplica de Venecia en el hotel-casino del mismo nombre. Le fascina el hotel Venecia por su belleza, sin embargo, tres meses atrás, al salir de la estación de la misma Venecia y encontrársela a sus pies lo primero que vio fue un gato precioso. Encontró la ciudad muy sucia “Mucho antesdecristo mucho despuésdecristo pero podrían limpiarla”. En el hotel de Las Vegas no había gato. Mi acotación no le gusta. Mis acotaciones en Las Vegas han sido corrosivas. Dentro, en el piso de arriba, una simulación de cielo con nubes. Actores luchando con espadas. La gente hace corro y ríe. Lucina y Margot se sientan en un banco. Yo persigo a un empleado que baja unas escaleras automáticas y camina por un amplio pasillo. Me dan ganas de arrastrarme por el suelo como un reptil dotado con ruedas e impulsarme con las manos para ir más rápido y viajar más cómodo. Regreso al banco en el piso de arriba. Lucina me pregunta adónde he ido y le respondo sin mirarla: “A ningún sitio”. En otra ocasión me pregunta: “¿Qué mirabas?” Y yo respondí: “Nada”. Lo preguntaba con una sonrisa, como si fuera a decir algo agradable o sorprendente. Sólo me sorprenden las personas, en concreto las de sexo masculino. No todas, sino algunas, las que más responden a mis necesidades. Los veo de todos los tipos, en casi todas las posiciones (el resto lo hace mi imaginación), les oigo decir todo tipo de palabras e incluso me los encuentro en los urinarios. Las cámaras en el techo me persiguen y me señalan. Yo entro y salgo, entro y salgo. Tantas veces como mi limitada soledad me permite.
En los bares un maquillador alto y rubio. Cierto amaneramiento en su mirada y en su apartarme la mano de su trasero. Por la noche, un negro de New Orleans, Aaron, heterosexual, me propone una relación de tormento en la que yo le llevaría a vivir conmigo a Nueva York y le mantendría. El, por supuesto, seguiría yendo con mujeres mientras de vez en cuando me dejara hacerle felaciones. En el lavabo, un hombre se masturba mientras me mira; con los labios hace una O mayúscula y frunciendo el ceño como si se estuviera sacando una espina del pie. A su lado hay un hombre cojo que se asoma a su urinario colocando la mano en el brocal del pozo, mirando a la oscuridad encendida de su sexo tieso. Entran y salen chicos delgados escupiendo risas amaneradas y comentando cosas jocosas. El rubio maquillador me persigue toda la noche por el local.

Amanece y regresamos a nuestro hotel-casino donde sigue habiendo gente deambulando de una máquina a otra. La mujer con un carrito que dice “cambio” se pasea, buscando en las miradas alguna intención de dilapidar. Frank me convence a reventarme los cuarenta dólares que me quedan. Las máquinas los devoran con fruición, regalándonos con una música de “jódete, cabrón” alegre y bullanguera.

Nos vamos a dormir. Cuando regreso de la ducha, Frank ya se ha dormido. No sé qué pensar. Queríamos ir con Javier a la piscina pero me advierte que no persiga al salvavidas que el día anterior, visitando la piscina y dándose cuenta de mi mirada persecutoria me había ofrecido toallas. Me asombré tanto que fui al encuentro de Javier que seguía andando para comunicarle el regalo que me acababa de ofrecer un muchacho de leyenda vestido con un pantalón rojo corto y una camiseta blanca que decía “salvavidas”. No quería su toalla porque no tenía bañador pero a gusto hubiera ofrecido mi vida para que la salvase Ulises. Javier concluye con un “estás enfermo” sin dejar de caminar. Cruzamos de nuevo el casino. En dirección contraria viene un muchacho, de aspecto puertorriqueño, con un bañador por encima de la rodilla, azul oscuro y mojado, pegado a su cuerpo, dibujando el contorno de su pene, ciñéndose a sus muslos. Al caminar se me mueve el aliento. El se da cuenta pero no se inmuta. Los puertorriqueños son los únicos que no se molestan de mis miradas.

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