domingo, diciembre 12, 2010

Saint Jhon de los pobres y los perros

Su nombre era Jhon y no John. Normalmente tenía que repetirlo y más de una vez tuvo que recurrir a la violencia para defender la posición de la H. 
Se mudó a Buschwick porque no soportaba a su madre, ni su medicación, ni los efectos que ésta le producía. 
A su madre le recriminaba lo que le pasó de niño y lo que le pasó de niño lo escribió en forma de poesía. 
En Buschwick no encontró su hogar, quizás porque no era un hogar lo que buscaba y al no buscarlo ni encontrarlo decidió un día llevar su hogar a cuestas. Por eso arrastraba los pies (por el peso y porque caminaba por la calle como si llevara zapatillas) Su casa básicamente era un aparato de música que llevaba en la cintura, a modo de pistola. Cuando cambiaba de canción parecía que se disponía a disparar. Del aparato salían muchos cables. 
Adoraba su Iriver negro tanto como la H desplazada de su nombre porque entonces todo el mundo llevaba un Ipod blanco. Jhon estaba en contra de los Ipods blancos y defendía los Irivers negros. 
Su madre le puso el apodo de Saint Jhon de los Pobres y los Perros, así, en español, porque su mirada era triste como la de un perro y su aspecto harapiento como el de un pobre. En realidad no fue su madre la que le puso el apodo, sino el Litio que le prescribía el hospital. Había pasado por muchas situaciones con esa madre, en el fondo le daba pena dejarla.
Jhon tenía una edad en la que es común la frase: Algún día, no sé cómo, pasará algo y todo esto terminará. Jhon estaba seguro de que su miseria era transitoria y que sus versos le llevarían al paraíso. Yo tenía esa edad en la que uno tiene ya el convencimiento de que nada ha pasado y si ha pasado ha pasado. Nunca solíamos coincidir acerca del futuro porque el suyo, aunque nebuloso y lejano, parecía bien estudiado. Yo, sin embargo, había ya sobrepasado mi propio futuro y me encontraba ante una luz opaca. Podemos hacer cualquier cosa con un futuro incierto porque todavía no ha llegado. Así como en el amor, nos esperamos algo totalmente diferente cuando todavía no se ha reencarnado en una persona concreta. Pero de pronto, tanto el futuro como el amor se nos presentan y ya está, ya ha llegado. Y cuando nos damos cuenta, no sólo no tiene nada que ver con lo que habíamos planeado, sino que incluso ese, ese futuro horrible ni siquiera viene para quedarse sino que viene acompañado de su todavía más horrible familia. 
El futuro, como el amor se disfrutan de lejos, cuando todavía no se han concretado y lo que recordaremos siempre del amor es esa etapa en la que todavía era un concepto.

Jhon asociaba la música a la poesía, la poesía a la calle, a una manera de vestir, a un modo de hablar, a una filosofía de vida, a una escuela de poetas, a Nueva York. Jhon era todo un sabor. Trabajaba por la noche en el Container Store de Manhattan, descargando camiones. Allí bromeaba con sus compañeros y si se los encontraba durante el día por la calle les decía: hey, dude. Porque hey dude era una manera de ser, casi un estilo de vida. Hey dude representaba muchas cosas y Jhon, ante todo, era fiel a lo que quería ser. 
Le gustaba su trabajo porque descargar camiones era más poético que trabajar en una oficina. Descargar camiones estaba mal pagado y siempre tenía que acabar recurriendo a préstamos económicos de amigos y conocidos. A veces, los amigos y los conocidos también recurrían a él cuando necesitaban un préstamo. Todos ellos habían formado un círculo de dependencia tan fuerte que ninguno de ellos temía quedarse sin dinero por lo que derrochaban lo poco que cobraban en cualquier cosa. Una de ellas era Annie, que siempre se estaba frotando la cara con una mano temblorosa. En el fondo quería ocultarse. Jhon no entendía su complejo siendo blanca y americana. Jhon era latino y negro, que era a su vez peor para la sociedad pero mejor para la poesía. Si Jhon hubiese sido blanco se llamaría quizás John y seguramente escribiría como Shakespeare.
En invierno, de madrugada, paseabamos por Buswick hasta el río, sorteabamos gigantes ratas que rondaban las fábricas cerradas. Estabamos solos. La ciudad estaba dormida. 
En primavera tomábamos el metro hasta Williamsburg.

En Williamsburg se encontraba el lugar al que Jhon huía cuando quería estar solo. Se llegaba bajándose en la primera parada de Brooklyn con el L, Bedford Avenue. Los nuevos trenes de la línea L eran de color azul y la luz era blanca, no amarillenta como los de las otras líneas. Los dos resaltabamos mucho bajo los chorros de luz del vagón. El por su piel, yo por mis pensamientos. Nos daba asco tomar otras líneas y habían elegido bien el azul para la línea L porque la línea L llevaba hasta el río bajándose en Bedford, parada de blancos. Para ellos el mundo terminaba (al regresar) en Bedford y empezaba (al irse) en Bedford. A veces en la estación de Bedford había un policía dentro de una urna de cristal como una de esas brujas inmóviles que te predicen el futuro echando una moneda en el salón recreativo de Coney Island. Desde su urna controlaba todo. Si alguien hacía algo ilegal como encenderse un cigarrillo, masturbarse o orinar él podía detectarlo a través de los monitores. Pero esas cosas no se hacían en esa estación, se hacían en otras como en Kew Gardens, Forest Hills, Shea Stadium o en la antigua Park Avenue. Esas estaciones estaban más diseñadas para el encuentro esporádico, las necesidades urgentes y el tráfico de drogas. Nosotros no frecuentabamos esas otras estaciones, es más, hacíamos como que las desconocíamos porque Jhon y yo, en aquel entonces, vivíamos en una órbita particular.
Al salir de la estación se recorría la avenida Bedford hasta la cuarta, una zona semidesértica que conducía a un descampado donde un vagabundo vivía bajo una improvisada carpa compuesta de pantalones sucios y camisas rotas. Después saltabamos una valla, nos colabamos por el agujero de una verja que impedía el acceso al río con un letrero que decía “propiedad privada” Jhon quería la casa blanca abandonada que sería propiedad de alguien y yo me encogí de hombros. La estructura extraña de la casa de cal le iría bien para escribir sus poemas, dijo. Otra opción de vivienda era el edificio para artistas que subvencionó alguien con mucho dinero y que apoyaba la creación. Pero Jhon no sabía cómo solicitar el ingreso a ese lugar. Posiblemente había que demostrar el talento artístico con éxitos en alguna parte. 
Jhon no había hecho mucho. Se había desnudado en un recital de poesía en Chelsea, pero aún así no logró que acudiera la prensa. Se desnudó en vano pero fue una experiencia gratificante porque siempre podría hablar de ello. Un día se lo contó a un actor en Alphabet City, de camino a un penoso evento en un café.
Nos sentamos en un bloque de cemento frente al agua. Apenas hablabamos y una mujer con los pantalones arremangados buscaba algo entre los escombros que el movimiento del agua había llevado hasta los escollos, como la canastilla que en la Biblia llevaba a Moisés a una lavandera. Levemente, sin mucho ruido. Entonces Jhon estalló en un desconsolado llanto porque ciertas imágenes le recordaban a su madre y ésta le llevaba a otros recuerdos. Por ejemplo, al día en que fue violado. Relató la historia en un poema llamado Qué tienen en la cabeza. En el poema hablaba de aquel hombre que iba a visitarles a la casa que tenían en Colombia, cuando él tenía cinco años. La madre le dejaba solo con el hombre y el hombre se bajaba los pantalones para que Jhon le satisficiera con su boca. Jhon siempre pensó que su madre cobraba por todo aquello o que le dejaba hacer eso al hombre a cambio de algún otro favor. Recitó ese poema en un local de Chelsea y se bajó los pantalones. No obstante, no acudió la prensa. Se desnudó en vano. 
Los otros poetas de su generación le admiraban. Admiraban la manera que tenía de enfrentarse a su pasado, de subir a un escenario y contarlo. Y cuando recitaba podía incluso sonreír. Sobre todo las mujeres encontraban tierno esa sinceridad sangrante. Jhon estaba convencido de que esa atracción del pequeño público no era más que un avance del gran público que le esperaba. No debía ceder un ápice a su impulso de escribir lo que más le apeteciera del modo que mejor sabía hacer. No temía usar palabras desnudas sin artificios porque en el pequeño círculo le estaba yendo bien así.
Cuando dejó de llorar regresamos a casa. Al cruzar la vaya me habló de música. Dijo que no entendía cómo a alguien no le podía gustar la música. La música para él era todo, tanto fuera en un Ipod blanco como en un Iriver negro.
Entendí que el Iriver negro no era sólo un Iriver negro, sino un modo de subversión y rebeldía contra el hombre blanco.
Me quiso hasta que me pasé al Ipod y yo le quise incondicionalmente.

3 Comentarios:

Blogger ✙Eurice✙ dijo...

Hey amigo Romek, mientras te leia recordaba pasajes de una vida, he conozco un tal John de nombre equivocado, esta historia es tan real com la suya propia, salvo matices...solo que él no vive pegado a un Iriver negro, vive pegado a una maquina electronica de ajedrez...
Que tengas un buen fin de semana.
Saludos!

3:39 a. m.  
Blogger ✙Eurice✙ dijo...

Solo una duda ¿tu eres de Valencia?
Saludos, la imagen que sale en tu avatar eres tú? es que me suena esa cara, solo eso...

3:42 a. m.  
Blogger Romek Dubczek dijo...

No, Eurice, no soy de Valencia. Hace dos años me dieron el Premio Juan de Timoneda de teatro y estuve alli para recogerlo. La foto que mande al ayuntamiento de Valencia fue esta que tengo y no se si la sacaron en algun lado. Soy yo el de ,a foto, si :) que coincidencia lo de Jhon. Un abrazo.

10:26 a. m.  

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